"El Piercing" de Claude Touzé.
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Todos tenemos un piercing, algunos son de metal, otros de plástico, de carne, incluso a niveles micro-celulares, a veces lo escondemos o lo mostramos. De esto me dí cuenta ayer cuando fui a ver a mis amigos de barrio, sus nuevos sabores y olores: sus novedades.
El Marcos y el Sergio eran los baywatch de Pedro de Valdivia con Grecia. Los salvavidas de mis tardes de aburrimiento, la efervescente cerveza con 34° de sopor, los asiduos a la ribera del Estadio Nacional, bullangueros, jocosos y mirones.
Antes de ayer, eran las sombras uno del otro y nunca los ví a cada uno solo. Hasta que leí y examiné la ecografía de la polola del Marco. Polola que antes no era más que “la niña que me mira”, y que ante nuestros estimulantes consejos, él respondía con “estoy bien solo”. Al final, perdió la virginidad para ser padre, y a los dos meses, su vida giró en 180°. Quedé helada. Pero él lo anunciaba como el nacimiento del mesías, mostraba los regalos, los hipoglós y las mamaderas que ya había comprado y apilado en una caja de cartón, forrada con papel de beisbolistas. Porque él no quiere que el cabro le salga mamerto, lo quiere activo y astuto, así que los deportes serán obligatorios. Lo tendrá pegado a su cabeza como un piercing, lo llevará a todas partes, y lo criará para que cuide a sus futuros hermanitos. Su polola, que tiene el piercing anidado en el útero, está de acuerdo.
Mientras miraba su cara de alegría, y de enamoramiento, me tocaba mis orejas desnudas y pensaba en lo difícil que resulta para mí embarcarme en un compromiso, y lo imposible que me resultan las proyecciones, de las posibilidades de terminar comprando cascabeles y pañales, y mi fobia a la leche.
Dos años atrás, todos salíamos del colegio y dábamos la última PAA, éramos cuatro, con la Natty, que luego de entrar a la U, nos dejó, se sacó tres piercing, y se puso el anillo de la polola perfecta, encerrándose en su casa. Compartíamos el lugar y el tiempo, el libre y el ocupado, daba lo mismo. Compartíamos los sueños y las carcajadas; ahora, ver al Marcos tan enganchado de su paternidad, me asusta. Me deja perpleja ese cariño que según él le nace del esófago, de esas nauseas, esos mareos, esas ansiedades y de ese vigilar el tiempo, pues tiene que estar disponible para sus tareas de padre. Incluso de ese miedo a que le peguen, siendo que antes era de los carboneros de toda venganza, mocha, discusión y piñiscones. Miro al Sergio y está, como siempre, en otra parte. Pero sé que también va en camino de un cambio, eso si, a su modo, con su ritmo. Comenzó con su look, con sus nuevos piercings en la boca, en la lengua, en la oreja, en la ceja, que le suman burlas a sus poleras cortas, sus pantalones ajustados, sus dreadloocs improvisados y sus pololas pre-púberes. Termino mirándome las zapatillas y me pregunto ¿En qué estoy yo ahora?.
A modo de autopista central, nuestras carreteras toman bifurcaciones distintas y dolorosas, porque las antiguas sintonías y armonías ya no corresponden como antes, se pierden en el ceda el paso del tiempo. Y con ello nuestras futuras lejanías, nuestros carretes que ya no podrán ser, mis tardes de ocio ya no renovadas por ellos, mis recuerdos de infancias finalizados, por fin como lo que son: recuerdos. Siento el abandono del tener que crecer, de los problemas que se presentan como lomos de toro y de las responsabilidades de nuestras decisiones. Siento mi egoísmo disfrazado de amor. Y ¡Como los quiero!. Vuelvo a mirar al Sergio, y sus piercing. Me río nerviosa… quizás un piercing no estaría mal, para seguir teniéndolos presente, aunque eso signifique mirarme al espejo, en búsqueda de la herida.
El Marcos y el Sergio eran los baywatch de Pedro de Valdivia con Grecia. Los salvavidas de mis tardes de aburrimiento, la efervescente cerveza con 34° de sopor, los asiduos a la ribera del Estadio Nacional, bullangueros, jocosos y mirones.
Antes de ayer, eran las sombras uno del otro y nunca los ví a cada uno solo. Hasta que leí y examiné la ecografía de la polola del Marco. Polola que antes no era más que “la niña que me mira”, y que ante nuestros estimulantes consejos, él respondía con “estoy bien solo”. Al final, perdió la virginidad para ser padre, y a los dos meses, su vida giró en 180°. Quedé helada. Pero él lo anunciaba como el nacimiento del mesías, mostraba los regalos, los hipoglós y las mamaderas que ya había comprado y apilado en una caja de cartón, forrada con papel de beisbolistas. Porque él no quiere que el cabro le salga mamerto, lo quiere activo y astuto, así que los deportes serán obligatorios. Lo tendrá pegado a su cabeza como un piercing, lo llevará a todas partes, y lo criará para que cuide a sus futuros hermanitos. Su polola, que tiene el piercing anidado en el útero, está de acuerdo.
Mientras miraba su cara de alegría, y de enamoramiento, me tocaba mis orejas desnudas y pensaba en lo difícil que resulta para mí embarcarme en un compromiso, y lo imposible que me resultan las proyecciones, de las posibilidades de terminar comprando cascabeles y pañales, y mi fobia a la leche.
Dos años atrás, todos salíamos del colegio y dábamos la última PAA, éramos cuatro, con la Natty, que luego de entrar a la U, nos dejó, se sacó tres piercing, y se puso el anillo de la polola perfecta, encerrándose en su casa. Compartíamos el lugar y el tiempo, el libre y el ocupado, daba lo mismo. Compartíamos los sueños y las carcajadas; ahora, ver al Marcos tan enganchado de su paternidad, me asusta. Me deja perpleja ese cariño que según él le nace del esófago, de esas nauseas, esos mareos, esas ansiedades y de ese vigilar el tiempo, pues tiene que estar disponible para sus tareas de padre. Incluso de ese miedo a que le peguen, siendo que antes era de los carboneros de toda venganza, mocha, discusión y piñiscones. Miro al Sergio y está, como siempre, en otra parte. Pero sé que también va en camino de un cambio, eso si, a su modo, con su ritmo. Comenzó con su look, con sus nuevos piercings en la boca, en la lengua, en la oreja, en la ceja, que le suman burlas a sus poleras cortas, sus pantalones ajustados, sus dreadloocs improvisados y sus pololas pre-púberes. Termino mirándome las zapatillas y me pregunto ¿En qué estoy yo ahora?.
A modo de autopista central, nuestras carreteras toman bifurcaciones distintas y dolorosas, porque las antiguas sintonías y armonías ya no corresponden como antes, se pierden en el ceda el paso del tiempo. Y con ello nuestras futuras lejanías, nuestros carretes que ya no podrán ser, mis tardes de ocio ya no renovadas por ellos, mis recuerdos de infancias finalizados, por fin como lo que son: recuerdos. Siento el abandono del tener que crecer, de los problemas que se presentan como lomos de toro y de las responsabilidades de nuestras decisiones. Siento mi egoísmo disfrazado de amor. Y ¡Como los quiero!. Vuelvo a mirar al Sergio, y sus piercing. Me río nerviosa… quizás un piercing no estaría mal, para seguir teniéndolos presente, aunque eso signifique mirarme al espejo, en búsqueda de la herida.