Te escucho, te pienso
te toco, te miro.
Y todo indica
que siempre
cambias la clave
para llegar a ti.
Te giro,
para descubrir tu código secreto,
para descifrar tu deseo,
para entenderte:
te toco, escupo y pateo.
Pero ayer,
cuando me abrazaste
pensé que por fin
la cerradura estaba abierta
y que ni siquiera existían nuestros números.
Cuando entraste a mi oído
y me lamiste,
pensé en besarte,
frotar la cerradura
y quedarme encerrada ahí para siempre.
Problema de palabras
no pronunciadas
y gritos musicales
de mi computadora,
cuando me pusiste de espaldas
y no me respondiste el beso.
La náusea de tus canciones
que yo suspiraba
no llegaban ni a tu ombligo,
ni al mío.
Sino que llegaban directamente
a mis sueños y a tus ronquidos.
Así dormimos
y traté de hacerte sentir como un hijo.
Te acurruqué y te besé las manos.
Te deshiciste entre tus propios respiros,
mientras yo
hipnotizada por la pantalla del computador
contemplaba los tecnicolores
pixelados y en cuadritos.
La pantalla
me mostraba tu vida en recuadros:
fragmentos que tenia entre mis brazos
cansados, tensionados,
dormidos
muertos y deslumbrados.
Caíste por mi hombro
y despertaste.
Mis ojos líquidos
se cerraron y simularon
como siempre
la indiferencia
de no creerte pendiente en mi.
La lágrima llegó hasta la oreja
de los besos callados
y se escondió en el orificio
de donde nunca salen
tus palabras indescifrables.
Me besaste la mejilla
y te diste cuenta
de que una línea transparente
me traspasaba.
Me despertaste de mentiras
y me pediste la verdad.
Curioso fue el rollo
cuando no respondí
y trataste de traducir
mi beso en tu nariz.
La nariz tampoco me hizo caso,
y le pidió ayuda a tu ceja,
ella se levantó
y me gritó un:
“no hay caso”.
Me levanté
apagué la pantalla de los píxeles
y mi lámpara,
apagué el cobertor eléctrico,
y hicimos brasas internacionales,
poliglotas
pero siempre in-entendibles.